Algo pasa justo delante de mis narices sin que me dé cuenta. Y me pasa a diario desde hace meses. Cuando me fijo, cuando tomo conciencia y enfoco la mirada, deja de suceder. Sería algo que no cuadra, algo inverosímil; algo que en todo caso no debería acontecer por imposible, por irreal. Pero nunca logro contemplar el fenómeno directamente.
¿Se ha movido o me lo parece? ¿Estaba o no estaba? Tal vez una piedra se mueva sola, en el suelo, a mi izquierda; un tenedor gire lentamente sobre sí, al fondo de la mesa. Una persona que se acaba de ir, alejándose de espaldas, sigue estando en aquel banco. En cuanto percibo la anomalía y miro atentamente, todo es normal. Este extraño “déjà vu” no me remite a un pasado inexistente sino a un presente incierto, claramente intuido pero jamás presenciado. Así de intensa es la certeza de estas esquivas visiones.
¿Por qué me pasa esto? Tal vez una penitencia que hábilmente toma las riendas de mis sentidos, para recordar que hay algo que se me escapa y huye o que ignoro y no quiero ver. En ambos casos el suceso acecha el momento adecuado para burlar mi torpe atención: se ausenta si vigilo y se pasea ante mí, si me despisto; al observar desaparece para así volver a insinuar que nunca estuvo allí donde miro. Me toma el pelo sugiriendo lo imposible y al final, me rindo e incapaz, suplico un trato inútil: me olvido de tus burlas y juegos pero ante mí, por favor, no ocultes tu semblante dejándome a un paso por detrás, aunque siga siendo un ignorante.